Mientras preparaba mi viaje, mis pensamientos volvían a mi primer encuentro con el Padre catorce años antes. ¿Cómo era posible no haber sentido la necesidad de volver a San Giovanni Rotondo durante esos catorce años? No sabía explicarme el porqué. Fui solo. Legué emocionado a San Giovanni Rotondo. La callejuela que desde el pueblo lleva al convento donde vivía el Padre Pío estaba muy cambiada; había surgido una nueva ciudad. Escuché la Santa Misa del Padre Pío a las 5 de la mañana, como tantos años antes. El tiempo había dejado las huellas del sufrimiento en el físico y en la mirada del amado Padre. Durante la Santa Misa me sentía casi culpable por haber dejado pasar tantos años y estuve tan emocionado que lloré durante largo rato. Acabada la Santa Misa fui, junto con una grande multitud de hombres, a la sacristía. El Padre pasó delante de mí para ir hacia su celda. Estaba sereno, sin ningún signo visible de las emociones que había sentido durante la Santa Misa. Mi sorpresa fue enorme cuando el Padre Pío se paró en silencio delante de mí con la seguridad, visible en sus gestos y en su mirada, de quién podía ver en mí, no a un hombre, sino al muchacho miedoso de hacía tantos años. No dudaba de que el Padre pudiera reconocer en mí al pequeño Luigi de hacía catorce años. La duda era tan sólo la de no tener derecho a ser reconocido todavía como hijo. El Padre Pío, con voz de verdadero Padre, y con un gesto cariñoso, acercó la mano hacia su hijo, y me tocó con fuerza diciendo: "Hijo mío, ¡por fin estás aquí! ¿Por qué has llorado? Tú sabes que no me gustan los llantos". Atraído por tanto amor paterno, mi amor hacia el Padre aumentó. En el amor del Padre Pío encontré, incrementado, todo el amor de mi amado padre que había vuelto al cielo. Después entendí que el Padre Pío, lleno de respeto hacia la autoridad paterna, quería que yo en esos catorce años -de 1940 al 1954- viviera lo más cerca posible de mis amados padres, para entregarles todo mi amor de hijo, en el respeto del orden de amor hacia la autoridad del padre y de la madre. Sólo después de la muerte de mi padre, el Padre Pío hizo las veces de padre, dirigiendo mi espíritu al amor de Dios y al conocimiento de los problemas de la vida terrena. A partir de 1954 hice frecuentes viajes a San Giovanni Rotondo.v En el mes de junio de 1956, exactamente el día 6, estaba yo en San Giovanni Rotondo. Después de la Santa Misa el Padre Pío me vio en la sacristía, se me acercó y me dijo: "¿Qué haces aquí? No pierdas tiempo, vuelve rápido a casa". Quedé muy turbado por esta invitación a volver rápidamente a Decima. Me fui en el primer tren directo a Bolonia y llegué a San Matteo al día siguiente. Encontré a mi madre a punto de morir, pero todavía con la mente clara. Al verme se iluminó de una alegría indescriptible y me dijo: "¡Estás aquí, Luigi! Le he pedido tanto al Padre Pío que te mandara a casa, ¡Deseaba verte otra vez antes de morir! Doy gracias a Dios y al Padre Pío por haber escuchado mi petición. Ahora muero contenta, porque sé.". Entonces me preguntó: "Luigi, ¿qué fiesta es mañana? Oigo las campanas que tocan a fiesta, pero no sé qué fiesta es mañana". Le respondí que las campanas no sonaban y que al día siguiente no era una fiesta religiosa. Quise cerciorarme en un calendario; el 8 de junio estaba dedicado al Sagrado Corazón de Jesús. Las condiciones físicas de mi madre se agravaba de hora en hora. Casi ciega y sin posibilidad de hablar ni de sentarse en la cama, hizo señas de que quería escribir.v Todos los hijos estábamos cerca de mi madre, como también el párroco de Decima, Don Balestrazzi, las monjas y algunos amigos. De un modo y con una fuerza sobrenatural, mamá consiguió escribir casi hasta el último momento de vida. Transcribo parte de los pensamientos escritos por mi madre durante su gozosa agonía y su encuentro con Dios: "Dejo con serenidad esta vida, sabiendo que no tengo falta ni ante los hombres ni ante Dios. Mi fin está cerca, mis fuerzas se van, pero no mi mente. Nos separamos Luigi, sé siempre bueno y sereno con todos, yo rezaré por todos. Así termina la vida. ¿Eres tú, Luigi? No llores por mí. Estoy con el Señor, estaré siempre contigo. La Providencia está cerca de mí. Siempre he oído el tañer a fiesta de las campanas Vuestro padre me espera. Así termina la vida en esta tierra, no con los hombres, sino con Dios. Así ocurrirá con vosotros. Os doy a todos el consejo de seguir mi camino: caridad y honradez. Es un pasar, yo he acabado. Dejo a todos mis conocidos mis mejores deseos. El Señor toma mi aliento; paz y alegría a todos. ¡Adiós! Mamá". Las palabras escritas por mi madre durante su agonía no dejaban duda alguna de la intervención extraordinaria de Dios, que le dio la gracia y la posibilidad de escribirlas. El sonido de las campanas que oyó mi madre hasta el último momento era la alegre fiesta del cielo por el encuentro del Corazón de mi madre en el Corazón de Jesús. El 8 junio de 1956, las campanas sonaron verdaderamente por la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús y por mi madre que volvía al Cielo. Pocos días después de los funerales salí hacia San Giovanni Rotondo. Me encontraba en el pasillo del convento; las paredes estaban cubiertas de grabados. El Padre Pío salió de la celda; tuve la posibilidad de recibir palabras de consolación por mi gran dolor, que él compartió conmigo. Los ojos del Padre, tan llenos de amor para todos los hombres, no supieron en ese momento calmar el dolor de mi corazón. Conseguí tan solo decir estas palabras: "Mi madre le quería tanto, Padre. Tenía fe y parecía que le conociera íntimamente aunque nunca hubiera hablado con usted". El Padre Pío caminaba lentamente por el pasillo yendo hacia el coro de la vieja capilla. Parecía no querer responder a mis palabras, me miraba fijo con sus grandes ojos llenos de bondad y de amor. De repente se paró, levantó la mano y con el dedo me indicó un grabado de la pared, como si lo viese por primera vez. Leyó lo que estaba escrito y yo le leí también. Decía: "La Comunión de los Santos". La sabiduría de Dios en el Padre Pío aclaró de forma insospechada un mistero que desde mi niñez había suscitado en mí, por las historias de mi madre, el interés por conocerle. Gracias a su aclaración comprendí mejor al hombre que por este misterio tenía parte en muchos secretos de Dios. El Padre Pío me ayudó a aceptar mi sufrimiento, conociendo más a fondo su significado. Aquella respuesta me aclaró el amor de Dios por el alma de mi madre, a la que el Padre Pío demostró que amaba tanto como yo. Las promesas de amor de Dios que recibí desde mi infancia, procedían de una promesa que Dios hizo a mi madre para ser mantenida por el espíritu a través de las palabras del Padre Pío. La primera promesa, que no comprendí, me fue revelada en parte por la lectura de aquellas palabras escritas. Vi más claro el significado de la carta que el Padre Pío me había enviado a Bolonia tres meses después de mi primer encuentro con él. La Voluntad de Amor del Verbo acogido, reconocido y amado por la madre es promesa del Verbo de Amor que se da para ser mantenida por la fidelidad del Verbo al Amor de sus promesas. La fidelidad de mi madre al consejo del Espíritu Santo, acogiéndolo y poniéndolo en práctica, por medio de las palabras del fiel sacerdote de Dios, el Padre Pío, se convirtió en promesa de fidelidad de Padre Pío en querer ser mi afectuoso padre espiritual, para enseñarme a conocer el espíritu de Dios y a rechazar en el hombre lo que no es de Dios. Todos los hombres a los que mi padre, con humilde bondad, supo amar, le llevaron a la ruina material por no haber conocido el espíritu que los animaba. La intervención del espíritu de amor del Padre Pío fue lo que salvó, con sus consejos, a la familia de la miseria, de la rebelión y confusión de ánimo que deriva siempre de un alma que no puede distinguir claramente cuál es el verdadero espíritu que difunde el mal entre los hombres. La promesa del Espíritu de Dios en el Padre Pío y en mi madre, dio lugar a la promesa del espíritu de amor, en el amor de la promesa que hizo Dios al hombre. Los consejos que llegan al hombre del espíritu rebelde a Dios que era, es y será el enemigo de Dios y del hombre, hasta el día establecido, son el mal del mundo. El Verbo Supremo hizo la promesa de victoria sobre sus enemigos para indicar el camino del recto consejo a todos los hombres que aman acoger en la escucha sólo los consejos dados por el espíritu de la Palabra de Dios. Sobre todo en este siglo, la confusión de ideas creadas por los espíritus del mal ha dividido a los hombres en una lucha que es ausencia de amor recíproco, por ausencia de amor a querer comprender la Palabra de Dios. El amor de Dios envió al Padre Pío para enseñar a los hombres de buena voluntad a amar el verdadero conocimiento de la voluntad de Dios expresado en las Sagradas Escrituras. Las Sagradas Escrituras, decía el Padre Pío, no son suficientemente amadas por el espíritu del hombre que, por ausencia de amor a la Palabra de Dios, no podrá comprender y amar las verdades reveladas por el Divino Verbo. La ausencia de amor a la Palabra de Dios es disminución de la Gracia, es ausencia de conocimiento que lleva al dominio de los espíritus infernales que, conquistando el espíritu del hombre, dividen a los hombres. El Padre Pío tuvo como don de Dios el discernimiento de los espíritus; personalmente he tenido pruebas de este don divino. Los espíritus del mal que saben esconderse bajo la piel de corderos jamás han confundido el espíritu de Padre Pío, que sabía reconocer la procedencia, el origen, de los espíritus que animaban a los hombres. El amor a la santa humildad que sabe reconocer como dones de la Divina Sabiduría los dolores, las alegrías de la vida de los hombres, es la enseñanza que la palabra del Padre Pio ha donado al mundo. Aparentemente severo, el Padre Pío cuidaba con amor particular a las almas que no conocían la gravedad del pecado. Amaba a los humildes que, frecuentemente, por querer el espíritu del mal, no sabían reconocer el origen de su maldad, por no conocer el deseo de amor en la Palabra de Dios. El Padre Pío me hizo comprender que "el humilde habla de Dios, incluso cuando no sabe nada de él". Sólo en la humildad se practica la caridad que Dios quiere. En el hombre humilde que no habla de Dios, Dios confunde al soberbio que dice hablar de Dios en nombre de Dios. En nombre de Dios, los soberbios que hablaban de Dios, hicieron crucificar al Hijo de Dios, al Dios hecho Hombre por amor a los hombres. Dios se dejó crucificar por amor a los hombres, por aquellos que en su nombre juzgaban sobre su Nombre. La vida del Padre Pío, ofrecida al amor del Nombre de Dios, quiere ofrecerse en el espíritu de amor a todas las almas que al amor de Dios ofrecen su corazón. El corazón del hombre ofrecido a Dios sabrá hablar de Dios cuando pronuncie el nombre de Dios. A este corazón él revelará los íntimos misterios de su Palabra. En la Palabra de Dios habla el Corazón de Dios. Mi estancia en San Giovanni Rotondo, en junio de 1956, concluyó con un encuentro imprevisto: una compañera farmacéutica de Capodimonte (Viterbo), me vio en la plaza del convento. Después de una conversación afectuosa, me invitó a unirme a su grupo hasta Nápoles y Pompeya. Había decidido no aceptar la invitación porque tenia que volver a casa, pero en la última conversación con el Padre Pío, antes de partir, me mostró una imagen de la Virgen en el pasillo del convento. Quiso que rezara con él y después me dijo: "Ve a Pompeya, tu madre vive en el Corazón de Jesús. Ahora la Virgen es tu Madre". Comprendí entonces que el encuentro con la compañera de Capodimonte y el hecho de que su grupo se dirigiera a Pompeya no había sido una casualidad. Partí ese mismo día con ellos hacia Nápoles y Pompeya. |