NOTAS AUTOBIOGRAFICAS Luigi Gaspari escribio de su puño y letra estas notas autobiografica que fueron publicadas por primera vez en la edicion italiana del 1982 "Cuaderno del Amor". Las maravillosas historias sobre los milagros y la bondad del Padre Pío se convirtieron, por esas amadas palabras, en argumento de conversación. Estas conversaciones despertaron en mí el interés por conocer de cerca a este Profeta que mi madre prometía darme como guía al conocimiento de Dios. El interés por conocer al Padre Pío aumentaba al mismo tiempo que aumentaba el deseo por hacerme mayor. Nací el 9 de abril de 1926 en San Felice sul Panaro, donde mis padres gestionaban un molino junto con otros socios. Mi padre, trabajador incansable, vivía en un ambiente muy poco propicio para cultivar y aumentar el conocimiento de los problemas del espíritu. La fe y el amor de mi madre alimentaban continuamente la vida del espíritu de Dios. De mi amado padre muchos recuerdan y recordarán las excepcionales pruebas de amor al prójimo, realizadas con extrema humildad. Los dones de Dios en mi padre, por la buena fe de su naturaleza, le llevaron a confiar excesivamente en el hombre y, con ello, a ser generoso con personas que, con falta de buena fe, se aprovecharon de él. El mandamiento de Dios "ama al prójimo como a ti mismo" acabó convirtiéndose, en el gran corazón de mi padre, en un amar al prójimo más que a sí mismo. Por esto, en los años anteriores e immediatamente posteriores a mi nacimiento, mis padres pasaron por gravísimas dificultades. Después de una vida de durísimo trabajo, y con nueve hijos que alimentar, tuvieron que volver a empezar de cero, o casi. La Divina Providencia, siempre amada e invocada con increíble fe por mi madre, no tardó en tendernos su mano y su consejo. El consejo del Espíritu Santo llegó en forma de una carta del Padre Pío a la casa de San Felice, donde le esperaban e invocaban una madre y un padre de nueve hijos, humillados por la indiferencia de los hombres ante la pérdida del fruto de su trabajo. El Espíritu Santo aconsejó a mi madre que se atuviera a las palabras que le había dado el profeta, el humilde fraile de Petralcina, entonces poco conocido y aún menos reconocido como hombre de Dios por la mayoría de los hombres. El consejo del Padre Pío era no escuchar a los malos consejeros que trataban de influir sobre mi padre para que tomara un camino equivocado. El camino justo indicado por la Divina Providencia era que toda la familia se mudara a Pavignane. El Padre Pío aseguraba que en esa pequeña ciudad el trabajo no faltaría y que mi padre sería recompensado por todos los sacrificios y amarguras pasados en su anterior trabajo. Cuando llegamos a Pavignane yo tenía dos años. En los cinco años siguientes escuché las historias sobre la vida maravillosa del Padre Pío. Miraba con gran admiración la estampa de un hombre tan fascinante por su misterio; aprendí a amarlo y a sentirlo como un miembro vivo de mi familia, guía invisible y amada de mi vida. En 1933 llegó un segundo consejo del Padre Pío para mi madre. Una parte de mi familia, incluidos mis padres y yo mismo, debíamos mudarnos a San Matteo della Decima, fracción de San Giovanni in Persiceto. Cuando ya hacía siete años que vivíamos en Decima, mi madre cumplió la promesa que hizo en mi infancia de enviarme a ver al profeta de Dios cuando fuera mayor. A los catorce años estuve por primera vez con el Padre Pío. La realidad no se quedó corta frente a lo que yo esperaba que, a juzgar por lo que contaba mi madre, debía ser excepcional. No conseguía comprender cuál era el misterioso camino que había dado a mi madre tanto conocimiento, fe y amor hacia un instrumento de Dios que no todos reconocían como tal. San Matteo della Decima está a unos seiscientos kilómetros de San Giovanni Rotondo. Mi madre no había hablado nunca con el Padre Pío. Sólo una vez, en 1949, fue a San Giovanni Rotondo para una breve visita. En mis numerosos viajes a San Giovanni Rotondo, de poquísimas personas he oído palabras tan conscientes y sabias como las que decía mi madre para dare a conocer y amar al Padre Pío, el profeta enviado por Dios. Este misterio me fue aclarado por el mismo Padre Pío, muchos años después de aquel primer encuentro con él.
PRIMER VIAJE A SAN GIOVANNI ROTONDO El 15 de marzo de 1940 salí de Bolonia en dirección a San Giovanni Rotondo. De la comitiva, guiada por el señor Tonino Tonelli, formaban parte mis dos hermanas, Gabriella y Anna. Al día siguiente llegamos a San Giovanni Rotondo; nos alojamos en casa de la señora Clorinda, en el casco antiguo. Me sentí un poco perdido en ese pueblo ventoso y tan distinto al mío. A las cuatro de la mañana la señora Clorinda despertó a todo el grupo. Debíamos recorrer unos dos kilómetros a pie para asistir a la Santa Misa del Padre Pío, en la capilla del convento de Santa María de las Gracias. Estaba ansioso por ver de cerca al gran y misterioso Padre Pío. La figura del Padre, que tanto había admirado en fotografías, me parecía familiar. El Padre Pío, al que observaba por primera vez asistiendo a la Santa Misa, atrajo toda mi atención de niño. Los ojos penetrantes y dulces del Padre suscitaron amor filial en lo íntimo de mi corazón. Las personas a las que había preguntado en la pensión y en la iglesia me había descrito al Padre Pío como muy severo. Cuando me llegó el turno de la confesión, empecé a tener miedo. Me sentía atraído por el amor del corazón del Padre Pío, pero temía no merecer ser acogido como hijo del Santo Hermano, al que yo siempre había amado. Mientras esperaba y me preparaba para la confesión en la antigua sacristía del convento, el interés por la historia y el arte empezó a distraerme. En vez de reflexionar y arrepentirme de mis pecados, buscaba un parecido entre aquella sacristía y el interior de los antiguos conventos rusos, que había admirado ed un libro. De repente, el señor Tonelli me llamó para que me acercara al confesionario del Padre Pío. Tenía tanto deseo de acercarme al Padre Pío, que me olvidé de que estaba delante del Sacerdote al cual debía confesar mis pecados. El Padre Pío me hizo algunas preguntas; después me miró mientras esperaba mi respuesta. Yo, aturdido, le dije: "No recuerdo bien si he cometido este pecado". él me respondió con mucha fuerza: "¡Vete! ¡Vete! ¿Qué quieres de mí? ¡Prepárate bien para la confesión, no tengo tiempo para perder!". Al día siguiente, después de una preparación más profunda y seria, volví al confesionario. Contrariamente a lo lo que esperaba, encontré en el Padre Pío una dulzura sin límites, que me hizo olvidar completamente la reprimenda del día anterior. El Padre Pío me dijo: "Sí, te acepto como hijo espiritual... Y tú, pórtate siempre bien". No me hizo ninguna pregunta, ni sobre mis estudios ni sobre la ciudad de la que provenía. Volví a Bolonia feliz por haber conocido finalmente al "Profeta". Retomé mis estudios en el Instituto Aldini-Valeriani. No me gustaba ese tipo de estudios, pero no le dije a nadie las dificultades que tenía. Estudiaba poquísimo y en el fondo pensaba dejar la escuela. Mi vida espiritual era bastante rica. Vivía con amor las prácticas de piedad. Recibía frecuentemente la comunión, pero rezaba con poco fervor a Jesús Consagrado. Cuando tenía once años, oí decir a un señor al que quería mucho: "Nunca he creído que un trozo de pan pueda transformarse durante la Consagración en el Cuerpo y Sagre de Cristo". En aquel momento no me dí cuenta de lo que oía, pero eran justo estas palabras las que volvían a mi pensamiento cuando recibía a Jesús Hostia. El 5 de mayo de 1940 recibí en Bolonia una carta muy importante que me reveló un gran don del Padre Pío. Desde San Giovanni Rotondo había podido leer en lo íntimo de mi corazón: la intención de abandonar mis estudios y el poco fervor al recibir a Jesús Sacramentado, que sólo Dios conocía. Durante los tres días que permanecí en San Giovanni Rotondo, en casa de Clorinda, mis hermanas y yo habíamos conocido a la señorita Olimpia Cristallini de Perugia, que se alojaba en la misma pensión. Antes de volver a Bolonia le habíamos dejado nuestra dirección a la señorita Olimpia, a quién no había contado nada de mí mismo. Con gran sorpresa recibí una carta suya, fechada 3 de mayo de 1940, de la que transcribo los puntos esenciales: "Querido Luigi: Hace tiempo que quiero escribirle... ahora no pudo esperar más para escribirle y manifestarle el deseo del Padre, tanto que lo tengo que hacer por obediencia, ya que como hija espiritual suya no puedo negarle nada, aunque fuera mi propia vida. Hace pocos días me encargó que le dijera en Su nombre que deseaba que Luigi de Bolonia estudiase más porque en la oración ve que no estudia y que no aprobará el curso si no le avisa. Me lo decía dulcemente, parecía que aquellas palabras dulces quisieran decir la pena que sufre su corazón por esta falta de estudio. Me da tanta pena que no sé expresarlo, me decía que debe seguir su camino dentro de la Iglesia, pero rezando con más fervor a Jesús Sacramentado cuando descienda a su pecho. Mi querido Luigi, ¡alégrese porque el Padre le avisa de lo que desea Jesús de usted! ¡Pobre Padre! Cuánto sufre cuando sus hijos espirituales no cumplen las promesas que han hecho. él es responsable ante la majestad de Dios. Pero nosotros no lo hacemos, ¿verdad? No, pero estoy muy convencida de que mi querido Luigi tiene un corazón tan bueno que no quiere que nuestro querido Padre, nuestra víctima, sufra porque nosotros no cumplimos. él ve su futuro y ya ha establecido su posición. Piénselo, querido Luigi, procure - ahora que ha leído esta carta - que él desde allí no tenga que volver a sentir el dolor que le cause su hijo Luigi que hace sangrar sus heridas... Ponga una fuerte, fortísima voluntad en aquello que desea expresamente nuestro querido Padre Santo. Esperamos unidos consolar su amargado corazón, porque es el suyo el mismo Corazón de Jesús. Con mis mejores deseos. A todos la santa bendición del Padre. Vuestra hermana en Jesús, Olimpia Pia Cristallini". La oración del Padre y sus palabras de invitación al estudio me ayudaron a no abandonar la Escuela Técnica. A principios del año escolar 1942-1943, yo estaba en el quinto año del Instituto Aldini; me faltaban sólo tres años para obtener el diploma. Un día de octubre de 1942, la profesora de literatura del Instituto, la profesora Lia Ceneri, me dijo: "Gaspari, ¿cómo es posible que no hayas escogido una escuela de estudios clásicos [de humanidades]?". Le respondí que ése era mi deseo, pero que primero tenia que diplomarme en la Escuela Técnica. La buena y generosa profesora me dijo: "Estoy segura de que aprobarás el examen de ingreso en el Instituto Científico. Durante este curso escolar te daré clases particulares de Latín". El entusiasmo y la generosidad de la profesora Ceneri me indujeron a intentarlo. Por las tardes, después de las ocho horas de clase en el Instituto Aldini, iba a casa de la profesora para empezar desde cero las clases de latín. Ciertamente, las oraciones que el Padre Pío ofrecía por mí, sin que yo lo supiera, fueron las que me proporcionaron la ayuda de la generosa profesora y la voluntad de estudiar, que no tenía. En el verano de 1943 aprobé el examen y un año después me trasladé el Instituto Científico "Augusto Righi" de Bolonia. Me licencié en Farmacia en el año 1950. En casi catorce años, desde 1940 hasta 1954, no volví a ver al Padre Pío. En septiembre de 1954 encontré en el desván, entre los libros del colegio, la carta que había recibido de San Giovanni Rotondo el 5 de mayo de 1940. Volví a leer con mucha atención la carta que creía haber perdido y comprendí mejor el significado de tantas pruebas. Mi amadísimo padre, Augusto, había muerto el 26 de noviembre de 1953. Mi madre, cansada y sufriente, me necesitaba; yo quería ayudarla a resolver los grandes problemas que habían surgido en la familia tras la muerte de mi padre. Mi padre siempre había querido ver unidos a sus nueve hijos. Por este deseo de unión, mientras vivió mi padre las cosas entre tantos hijos fueron bien. Pero después de su muerte surgieron diferencias por la dificultad de mantener unidos los intereses de las nueve familias que mis hermanos habían formado a la sombra benéfica de un padre de familia tan amante y generoso. Mi padre cultivaba la unidad familiar. Su corazón lleno de amor y generosidad era incapaz de aceptar el hecho de que sus hijos casados abandonaran su hogar y tuvieran otras aspiraciones. En el verano de 1954 decidí mudarme a San Matteo della Decima para estar a disposición de mi familia y para consolar al ángel de mi casa con mi modesta ayuda y cariño. No me gustaba vivir en sitios pequeños y menos ocuparme de los molinos, pero el amor por mi madre y las obligaciones con mi familia me hicieron superar las dificultades para ambientarme. El sufrimiento de aquel año me hizo captar el valor de la carta encontrada en el desván, en Decima; entonces decidí volver a San Giovanni Rotondo. |